sábado, 5 de febrero de 2011

El gran movimiento de nuestro siglo


Desde el descubrimiento de América, el Atlántico ha pasado de ser un apéndice del Mediterráneo a convertirse en la arteria líquida del gran comercio internacional: Lisboa, Sevilla y Amberes; más tarde Amsterdam y Londres, fueron eclipsando, paulatinamente, el protagonismo de viejas ciudades mercantiles como Génova, Venecia o Barcelona. Algo lógico, si pensamos que, a largo plazo, Norteamérica y Europa se convertirán en las civilizaciones más ricas y productivas del planeta. Ya en el siglo XIX, la 'invasión' de productos agrícolas e industriales procedentes de Estados Unidos aterroriza a los terratenientes y empresarios europeos, que sin embargo continúan haciendo buenos negocios en los puertos de Boston y Nueva York. El Atlántico se encuentra en su Edad de oro. Pero del mismo modo que éste vino para reemplazar al Mediterráneo, ahora el Pacífico está socabando la prosperidad relativa del Atlántico; es el gran movimiento de nuestro siglo, iniciado tímidamente por los españoles en el siglo XVI, con el galéon de Manila.

Conforme la producción industrial y el nivel de vida de países como India, China o Corea del sur aumenta, los intercambios de estos países entre sí y con las costas orientales de Estados Unidos están alejando las grandes corrientes comerciales de la vieja (y anquilosada) Europa. Al calor de este desplazamiento, los puntos intermedios del tráfico marítimo se ven salpicados de pequeños estados (incluso ciudades-estado) como Singapur y Hong Kong que, relativamente autónomas respecto a los grandes Estados territoriales del interior, no dejan de recordarnos a las repúblicas italianas de la Edad Media. Sólo tenemos que reemplazar la vela latina por el motor a gasoil; los toneles y las bolsas de piel por los grandes container. Como sus homólogas medievales, son centros financieros y comerciales de escala mundial que basan su prosperidad, además de en la geografía, en una política de impuestos bajos.

Al tiempo que Europa decae en términos relativos, aplastada por el peso de las regulaciones, el fisco y la inflación, otras áreas se ven bendecidas por el nuevo rumbo de la economía-mundo. Australia, que antes creíamos en el fin del mundo, se encuentra bien situada para aprovechar la oportunidad; a largo plazo, las costas orientales de Centro y Sudamérica (y en menor medida, el área del Caribe, situada a las bocas del canal de Panamá) están llamadas a un destino similar, mientras que Mozambique, Tanzania, Kenia, Somalia o Etiopía pueden esperar que su situación se alivie a un plazo mayor, conforme la riqueza de Asia estimula su agricultura y su industria.

Los principales enigmas que rodean a este gran movimiento secular son, sin duda, dos:

1) Qué sucederá con el modelo europeo de Estado del bienestar. Puesto que la economía-mundo bascula hacia el Pacífico, la nueva distribución de la riqueza parece beneficiar a Estados relativamente menos intervencionistas, o donde la intervención estatal se enfoca hacia otros sectores. Esto, además, podría vincularse con el gran debate que existe en Estados Unidos en torno a la relación entre el Estado y el individuo, sin duda como reacción frente al programa electoral de Obama (reforma sanitaria, etc.), pero que forma parte de un conflicto más amplio entre los valores europeos y los "genuinamente americanos".

2) Qué sucederá con los países islámicos. En estos momentos, muchos de ellos se ven sacudidos por auténticas revueltas que amenazan con derrocar a sus gobiernos, y es imposible predecir en qué dirección se decantarán los acontecimientos: quizá seamos testigos de una nueva ola de islamismo que amenace el frágil equilibrio de Oriente Próximo; quizá, a largo plazo, se introduzcan reformas democráticas que garanticen cierta estabilidad institucional y permitan aprovechar su situación geográfica en la nueva economía-mundo.

Ante movimientos tan amplios sería temerario realizar cualquier predicción.

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