miércoles, 4 de agosto de 2010

El feudalismo como orden espontáneo



Como decíamos en El individualismo metodológico, un error frecuente de los investigadores ha sido presentar como “fenómenos planificados” aquellos fenómenos que en realidad eran “fenómenos espontáneos”, atribuyendo a personajes y épocas concretas lo que solo había podido formarse por la acción de individuos anónimos que, persiguiendo sus propios fines, daban lugar a “cosas más grandiosas de lo que sus mentes en forma individual podían abarcar por completo” (Hayek, 1946).

Este es el caso, como hemos expuesto, del dinero, el derecho, el lenguaje, la escritura, el mercado, las ciudades o la religión.

Y el feudalismo no es una excepción. Durante mucho tiempo los institucionalistas han tratado de explicar su aparición a partir de Carlomagno (ss. VIII-IX); pero si bien este solidificó las instituciones feudales, su origen puede remontarse al Bajo Imperio Romano, incluso antes de su caída oficial en 476 d. C.

Como expusimos en La privatización del imperio romano, el agotamiento de la economía cláica de depredación, basada en la conquista territorial, el saqueo y la obtención masiva de esclavos; junto con la devaluación de la moneda; el control de precios; y la presión fiscal pusieron de relieve la ingobernabilidad de un Imperio excesivamente grande, con la consiguiente multiplicación de incursiones bárbaras, usurpaciones y golpes de Estado. De forma que, mientras el Estado era incapaz de garantizar protección y justicia a sus súbditos, exigía tributos cada vez mayores para restablecer el aparato burocrático y militar.

Dada la creciente inseguridad y presión fiscal, los pequeños campesinos y la plebe huida de las ciudades buscaron la protección de los hombres poderosos [1]. Surgieron así las clientelas y los patronazgos (patrocinium), que consistían en pactos entre individuos de distinta extracción social. A cambio de la supresión de sus deudas o impuestos, los campesinos entregaban prestaciones o propiedades de tierra a los patronos, con la esperanza de garantizarse seguridad y justicia.

Naturalmente, esto implicaba que los patronos tenían fuertes incentivos en proteger la propiedad de sus clientes frente a las agresiones de bárbaros, bandidos y agentes del Estado, de forma que aparecieron bandas militares privadas ligadas a los patronos (bucelarii), y las villas se fortificaron cada vez más. Nacía, lenta pero inexorablemente, el señorío feudal.

A estas instituciones, desarrolladas espontáneamente en el interior del Imperio romano, vendría a sumarse la influencia de los invasores bárbaros, especialmente a partir del siglo V: el patronazgo se mezcló con el comitatus, una institución germánica que implicaba la subordinación de los guerreros libres a un caudillo, a cambio de protección y botín.

A la relación de clientela entre campesinos y patronos se sumaba, por tanto, la dependencia jerárquica entre guerreros y caudillos, y el sincretismo de ambos fenómenos daría lugar al contrato de vasallaje tal y como aparece en Plena Edad Media.

Este contrato consistía, de hecho, en un intercambio de servicios entre señores y vasallos con el fin de saciar sus respectivas carencias (y aprovechar sus respectivas oportunidades) en ausencia de un Estado centralizado. Las redes de vasallaje recorrían toda la estructura social, formando una pirámide de subordinados culminada en el rey, que ayudaba a dotar de estabilidad a la sociedad medieval.

Este intercambio implicaba, por parte del vasallo, la promesa de ofrecer ayuda material y espiritual [2] a su señor en el momento que este lo requiriese; por parte del señor, suponía la obligación de proteger al vasallo frente a agresiones externas, así como de dotarlo de medios de subsistencia. Estos solían materializarse en concesiones de feudos o beneficios, y tenían por objeto tanto facilitar al vasallo que cumpliera con su deber militar (liberándolo del trabajo) como garantizar el cumplimiento del contrato a largo plazo, tomando el papel de fianza (el señor podía recuperar sus feudos si el vasallo no cumplía con su parte) y reduciendo el coste de transacción.

Este contrato se representaba simbólicamente en la ceremonia de homenaje, sancionada más tarde por la Iglesia, en la que el vasallo, arrodillado, colocaba sus manos juntas entre las de su señor: con ello el primero prometía obediencia y, el segundo, protección.

En un principio, no puede hablarse de un estamento noble con funciones guerreras (bellatores): todo aquel que poseía tiempo y recursos suficientes para costearse equipo y entrenamiento de caballero era, de hecho, un caballero. Pero la aparición del estribo, importado de Oriente, daría lugar a importantes transformaciones sociales: en los ejércitos, el peso relativo de la caballería aumentaría, gracias a su incrementada fuerza de choque, y las fuerzas de infantería, compuestas por profesionales o ciudadanos-soldado, caerían en desuso. La posibilidad de juramentos mutuos entre los campesinos para la defensa de sus aldeas, o la competencia entre caballeros para captar vasallos y servidores (como de hecho, sucedió en varias regiones localizadas) se vio truncada: existían importantes economíaas de escala en la provisión de defensa, y la necesidad de extensas áreas cultivadas para sufragar el equipo y entrenamiento de caballero presionaron fuertemente sobre los recursos de la Europa medieval [3].

La Iglesia, que tras el Edicto de Tesalónica (380) había alcanzado la cúspide de la sociedad romana, tomó una posición ambigua en un primer momento: justificadora espiritual de los ricos, asistía materialmente a los pobres, y frecuentemente compitió con los propios señores, ofreciendo mejores condiciones a los campesinos y sirviéndoles ley y justicia en términos menos opresivos [4].

Sin embargo, su posición como principal terranteniente de la Europa medieval la colocó rápidamente al servicio de la nobleza: consciente de su prestigio religioso y cultural –era depositaria de la tradición romana-, atrajo a los guerreros germanos y cristianizó sus ritos, dotándolos de la legitimidad necesaria para gobernar a súbditos cristianos y romanos. [5]

De forma que, en definitiva, como dije en La privatización del Imperio romano:

“El sistema social que surgió de aquella época turbulenta no fue diseñado conscientemente por sus actores, sino que estos, movidos por su propio interés, de forma separada y con el objetivo de saciar las necesidades de seguridad, paz o sustento que previamente había asegurado el Imperio, crearon de forma espontánea unos mecanismos que darían lugar a un orden completamente nuevo (…)”.

La presión sobre los recursos garantizaba una guerra casi permanente (eso sí, a escala local) y, a tenor de esto, los monarcas pudieron reforzar eventualmente su papel como vértice de la pirámide, coordinando los recursos productivos para dedicarlos a empresas bélicas.

Así nacieron personajes como Carlomagno; pero no será hasta la alianza de estos monarcas con la burguesía (tras la revolución urbana, a partir del siglo XI) cuando podrán centralizar el gobierno del Estado y terminar definitivamente con el feudalismo. Pero esto dependerá, naturalmente, del papel que tome la monarquía hacia la nueva clase social: si la respalda, como en Francia, obtendrá una ventaja crucial sobre la nobleza; si, en cambio, desaprovecha su oportunidad, los nobles ganarán un flujo permanente de recursos para consolidar su posición frente a la monarquíaa central, como sucedió en el Sacro Imperio (véase La guerra de los Treinta Años).

Llegados a este punto, la espontaneidad del feudalismo se funde con la acción consciente de los monarcas.

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[1]: Especialmente oligarcas locales y provinciales (decuriones); senadores; altos oficiales del ejército y obispos. En mayor o menor medida, toda la clase dirigente romana participó de la disolución del imperio.

[2]: Nótese que prometer ayuda material y espiritual (auxilium y consilium) es, de hecho, prometer todo lo que una persona puede ofrecer: su fuerza física y riquezas, por un lado; y su experiencia y sabiduría, por el otro. En teoría, el vasallo estataba completamente subordinado a su señor, pero de hecho existían importantes limitaciones consuetudinarias.

[3]: Durante el Bronce Tardío, en Oriente Próximo, tuvo lugar un fenómeno similar: la aparición del carro de guerra eclipsó los ejércitos populares de infantería, y en el plano social supuso el auge de una aristocracia guerrera en detrimento de la masa campesina. En cambio, donde no existían economíaas de escala por motivos tecnológicos: por ejemplo, en la “Edad oscura” griega (ss. XI-IX a. C.) o la II Edad del Hierro celta (ss. V-I a. C.), los ejércitos se componían de mesnadas tribales, donde el papel de los caudillos era infinitamente menos opresivo. Cuando se disuelve el Estado central (en este caso romano) que financia los ejércitos profesionales de infantería, lo usual es que esta tarea sea asumida por el común de la población a una escala local, a menos que factores tecnológicos operen en sentido contrario.

[4]: De hecho, muchos campesinos libres preferirían adscribirse a las propiedades de sus diócesis antes que permanecer al amparo de los señores laicos.

[5]: Sobre este asunto, es interesante cómo los monarcas germanos, que en principio eran electos y estaban sometidos a las asambleas de guerreros, tendieron a aliarse con la Iglesia para disminuir el poder de las instituciones tribales, haciendo proceder su poder de Dios y no del pueblo sobre el que gobernaban (véase Pipino el Breve para el caso de los francos).