viernes, 17 de diciembre de 2010

El comercio marítimo en época precapitalista



En el post anterior decíamos que una de las características del capitalismo es la generalización del trabajo asalariado. Alguno puede pensar que se trata de una quimera; quizá fuese más reducido, acosado por el señorío feudal y la reglamentación de los gremios, pero indiscutible en las relaciones económicas más complejas. Lo cierto es que no: en invierno, los campesinos elaboraban en casa gran parte de los tejidos que vestían a la población urbana; durante la Edad Media, los convoyes de comerciantes que recorrían Europa compartían pérdidas y ganancias, etc. El trabajo asalariado existía, desde luego, pero cumplía funciones auxiliares.

El caso del comercio marítimo es especialmente interesante: tal y como recogen las Tablas de Amalfi [1], no existía una diferencia tajante entre armadores, marineros y mercaderes; todos eran socios de la empresa, traficaban por cuenta propia o común y poseían voz y voto en la administración del navío. Recientemente descubro en Comercio y navegación entre España y las Indias, de Clarence H. Haring, que aquel sistema todavía era habitual en los galeones de la Carrera de Indias durante el siglo XVI. De hecho, no deja de recordar a los usos de la piratería en época de Henry Morgan y Barbanegra, uno y dos siglos después. Os pego un fragmento (pp. 394-395):

Por lo menos hasta muy avanzado el siglo XVI las tripulaciones eran alquiladas en participación, siguiendo la práctica ordinaria que primó en Europa durante toda la Edad Media. A cada persona relacionada con el navío, desde el armador hasta el grumente, se le asignaba cierta proporción en el producto de los fletes y otros beneficios del viaje, de modo que cada uno de ellos tenía interés directo en la empresa. En época de Vitia Linaje (s. XVII) ya era otra la costumbre, pues el monto de los salarios se conservaba y fijaba de antemano, como en la práctica moderna. Parece que bajo el sistema primitivo, tanto el armador como la tripulación elegían cada uno su representante, que unidos computaban los ingresos brutos y después de deducir ciertos gastos generales (inclusive el 2,5% llamado "quintaladas", que se invertía en recompensas especiales para los marineros que hubieran prestado servicios extraordinarios), dividían los beneficios líquidos en tres porciones, dos de las cuales correspondían al dueño y una a la tripulación. La última parte era dividida a su vez en tantas como era menester para que cada marinero recibiese una parte, cada grumete dos terceras partes y cada paje una cuarta parte. Análogo sistema prevalecía en los bajeles portugueses del siglo XVI, donde la unidad de distribución era también el marinero raso. Dos grumetes equivalían a un marinero y tres pajes a un grumete. El contramaestre y cuartelmaestre eran contados por marinero y medio cada uno, y el calafate, carpintero, despensero, barbero-cirujano, capellán, etc., por dos marineros.

Haring menciona que este sistema cayó en desuso a causa del desarrollo de la economía monetaria, la aparición de la clase capitalista y la creciente división del trabajo. Sería un tema a estudiar; puede que otras cuestiones como la proliferación de Compañías privilegiadas de Indias en buena parte de Europa (Inglaterra, Holanda, Francia, Dinamarca, etc.), donde se diferenciaba tajantemente entre accionistas y empleados, fuesen más decisivas. En España, la tendencia restrictiva de la Casa de Contratación durante el siglo XVII pudo tener el mismo efecto, aunque es significativo que los tripulantes todavía conservaran el derecho a llevar una cantidad limitada de mercancías para venderlas por cuenta propia.


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[1]: Las Tablas de Amalfi, escritas en el siglo XI, recogen los usos marítimos vigentes durante gran parte de la Edad Media.

domingo, 5 de diciembre de 2010

El capitalismo como orden espontáneo: una breve reflexión

"El capitalismo, distinto de la economía de mercado, que es, para mí, testimonio esencial de mi larga investigación." - Fernand Braudel.

Los economistas suelen hablar del mercado como un "orden espontáneo" generado por la acción individual y descentralizada de millones de individuos que intercambian bienes y servicios (compran, venden, producen, etc.) sin necesidad de un órgano de planificación. Si prescindimos de las connotaciones "voluntaristas" del término (un mercado implica cooperación pacífica y voluntaria), podríamos extenderlo para explicar la aparición de otras instituciones no económicas, tal y como hicimos en El individualismo metodológico.

El capitalismo forma parte de esta última categoría. Renunciando por el momento a establecer una definición precisa, podríamos decir que se trata del sistema social (los marxistas dirían "modo de producción") donde: 1) una parte significativa de la producción se dedica al intercambio, lo que supone cierto desarrollo las actividades comerciales y bancarias; 2) las relaciones de producción están marcadas por el trabajo asalariado, y por tanto existe un porcentaje significativo de individuos desprovistos de bienes de capital; y 3) el factor dominante es el capital, lo que confiere mayor peso político a sus propietarios, relativamente concentrados.

Marx (y tras él, Wallenstein) creía que su origen había que buscarlo en el siglo XVI; Braudel lo retrotraía al siglo XIII, época del imperio veneciano. En cualquier caso, creo que el capitalismo debería estudiarse a la luz del historiador antes que del economista: es el resultado de la interacción de diferentes grupos que, tratando de perpetuar o extender sus prerrogativas, dieron lugar a un orden social no previsto por ellos mismos. Sería interesante investigar cómo los monarcas medievales y modernos concedían privilegios a sus ciudades, gremios o comerciantes a cambio de subsidios; cómo Inglaterra elevó los aranceles a la exportación de lanas para financiar la Guerra de los Cien años; cómo se expropió a los monasterios y comunales para engrosar el fisco; o cómo los prestamistas e intermediarios obtenían privilegios a cambio de sus servicios (los genoveses de España, los venecianos de Bizancio y el Imperio turco, los lyoneses de Francia, etc.).

Este proceso ("de tiempo largo", como diría Braudel) supera el ámbito económico: implica intercambios políticos entre diversos grupos, donde unos obtienen obediencia a cambio de promoción social, beneficios a largo plazo a cambio de subsidios a corto plazo, etc. El resultado final es la aparición de nuevas relaciones de producción, nuevos Estados (los Estados-nación) y nuevas formas de pensamiento; es decir, el capitalismo en toda su extensión.

En este pequeño espacio es difícil hacer un análisis riguroso -mis conocimientos tampoco me lo permitirían-, pero sería deseable olvidar aquellas perspectivas tradicionales que, desde el marxismo o el liberalismo, contemplan el capitalismo como el producto de la lucha de clases o del "orden espontáneo" del mercado, respectivamente.

viernes, 5 de noviembre de 2010

La redistribución como mecanismo de cohesión social

El estudio de los Estados de forma científica se ha visto entorpecido por la tendencia de los historiadores a centrarse en el tiempo corto, en las acciones de los reyes y los magistrados -fácilmente rastreables a través de las fuentes escritas-, antes que en los procesos subyacentes a tales acciones. Para rastrear estos últimos, como advertía Braudel, el historiador debe ser manejar varias ciencias humanas a la vez.

Los individuos que gobiernan los Estados tienen dos objetivos principales: 1) perpetuarse en el poder; y 2) garantizarse el mayor flujo de ingresos compatible con el primer objetivo.

Interesa resaltar que, como consecuencia de esto, los Estados tienen serios límites a su actuación, tanto en el interior como en el exterior; y que su tendencia a rebasar tales límites es una fuente constante de cambio social.

Sin embargo, a nivel interno, los Estados tratarán, en la medida de lo posible, de perpetuarse mediante la distribución de sus ingresos entre los súbditos, de forma que cada grupo social reciba una cantidad igual a su contribución marginal en el mantenimiento de la paz social [1] . Así, los grupos mejor organizados o con capacidad de movilizar a mayor número de individuos tenderán a a disfrutar de un flujo de ingresos mayor.

Esto explica el enorme esfuerzo de las monarquías absolutas por atraerse a los nobles (a quienes ofrecieron pensiones y cargos honoríficos), cuya función había cesado casi por completo pero cuyo consentimiento era necesario para garantizar la lealtad de sus amplias clientelas [2]. Igualmente, explica la aparición de leyes sobre trabajo infantil y femenino, sobre condiciones de trabajo o salario mínimo, que culminarían en el sindicalismo subvencionado del siglo XX. Sin embargo, en ambos casos, el Estado desnaturaliza a los grupos sociales que trata de comprar: los nobles, alejados de sus señoríos, se convirtieron en meros figurantes de la Corte real; el movimiento obrero, tentado en sus estratos más altos por el funcionariado y la subvención, perdió su radicalidad.

Así, mientras el Estado moderno tendió a privilegiar a nobles, comerciantes y banqueros, el Estado contemporáneo privilegia a la gran industria y a la banca, a los funcionarios, a los medios de comunicación y a los grandes sindicatos (en gran parte creados con sus propias subvenciones); y, en aquellos países donde tienen algún papel, a las iglesias. La democracia representativa puede complicar nuestra conclusión, pero gran parte de la explicación seguirá siendo la misma.

En este sentido, es curioso que la democracia ateniense tendiera a reestructurar los impuestos y subsidios para beneficio de los pequeños propietarios agrícolas y a costa de los terratenientes, que debían pagar las naves de guerra y los coros trágicos. Sin duda, la contribución marginal de los granjeros a la paz social había aumentado tras la "revolución hoplítica".

El evergetismo imperial de época romana también es un buen ejemplo del mismo fenómeno, puesto que la plebe urbana, desprovista de ocupaciones productivas a raíz de la afluencia de esclavos y la consiguiente ruina de la agricultura tradicional, no tenía otra función que aprobar el gobierno del emperador a cambio de juegos, pan, dinero y obras públicas.


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[1]: Por supuesto, la capacidad del Estado para percibir correctamente cuál es la contribución marginal de cada grupo depende de su estructura: así, el intercambio (tácito) de votos en la democracia ateniense permitía una asignación más o menos automática y eficiente, sobre todo en comparación con rivales contemporáneos como Esparta. La prueba de ello es que, mientras funcionaron las instituciones democráticas, Atenas fue un Estado mucho más poderoso y cohesionado que Esparta, cuyos ciudadanos-soldado (homoioi) no podían alejarse demasiado de la patria por miedo a la rebelión de los hilotas.

[2]: El peligro de una aristocracia descontenta se puso de manifiesto tras las terribles frondas nobiliarias del siglo XVII en Francia, que estuvieron a punto de frenar el avance del poder real.

domingo, 31 de octubre de 2010

Los procesos de integración y dispersión política

Durante siglos, los historiadores han explicado la evolución de las sociedades humanas partiendo de supuestos sobre la acción humana y el comportamiento de las organizaciones que rara vez diseccionan. Parten de una intuición compartida con el lector, y que por tanto no cabe explicar. En el peor de los casos, ni siquiera creen que puedan extraerse verdades universales, y atacan cualquier intento en esta dirección como "ahistórico".

Sin embargo, las causas de muchos procesos históricos, como que las sociedades pasen de unos estadios de complejidad a otros; que los Estados aumenten de tamaño o disminuyan; o que su estructura cambie, no son evidentes. Todo eso debe ser explicado. Como estudiante, una de mis frustraciones es que la gran mayoría de historiadores explica estos procesos sin preguntarse cuál es la causa última que, por encima de los acontecimientos superficiales (Braudel diría, por encima del "tiempo corto"), los explica y les da sentido. Casi siempre se dan explicaciones ad hoc, con una estrechez de miras propia del investigador hiperespecializado que ha perdido toda capacidad de "buscar lo general en lo particular", en palabras de Edward H. Carr.

En una sociedad de cazadores-recolectores, donde la familia nuclear es la unidad de acción, la densidad de población es baja y los recursos naturales son abundantes en relación con esta densidad (al menos durante algunas estaciones), ¿cómo se explica que las familias apenas cooperen entre sí? Quizá deba aludirse a que la ocupación dispersa del territorio es el modo más rentable de explotar unos recursos igualmente dispersos, lo que a su vez explicaría los procesos de agrupación estacionales, cuando la caza (en climas fríos) o el agua (en climas cálidos) escasean y se concentran en puntos específicos. Lo que está claro es que la unidad familiar baraja el coste relativo de sus alternativas: cooperar con otras unidades familiares o aumentar su actividad para evitar esta cooperación. Cuando el coste de aumentar su actividad interna supera el coste de cooperar con otras unidades, es probable que acabe integrando unidades sociales mayores (que en ocasiones, aunque no necesariamente, darán lugar a Estados). Si a lo largo de un territorio la rentabilidad de la explotación es muy desigual (en unas zonas la caza es más abundante que en otras, etc.), y por lo tanto el riesgo de que la familia no pueda almacenar suficientes provisiones para pasar el invierno es muy alto, existen incentivos muy poderosos para promover la cooperación interfamiliar, compartir los excedentes y atenuar el riesgo de escasez.

Y, una vez aparece el Estado, su clase dirigente se plantea los mismos problemas que la unidad familiar. Para mantenerse en el poder debe garantizar la supervivencia (y la conformidad) de la sociedad dominada, y por lo tanto debe cuidar dos aspectos: la prosperidad económica y la seguridad militar. En la mayor parte de los casos, el Estado aparece por motivos militares, cuando el coste de la cooperación voluntaria entre unidades familiares o tribales supera el coste de coordinar los recursos (tierra, trabajo y capital) de forma coactiva a través de un organismo central. En esta situación, las unidades familiares y tribales tendrán incentivos en constituir Estados para acabar con el problema de los free-riders y repeler a otras unidades agresivas.

Pero una vez asentado el Estado, se plantea la cuestión del tamaño (y de la estructura, aunque esto es más complejo). ¿Qué extensión de territorio debe estar bajo su dominio? ¿cuántos habitantes deben ser sus súbditos? Desde los imperios romano, omeya o español hasta las ciudades-estado griegas o mesopotámicas hay un abanico inmenso. Naturalmente, los Estados tratarán de aglutinar súbditos y territorios hasta que el coste de gobernarlos iguale el coste de cooperar con otros Estados (que a su vez poseen súbditos y territorios bajo su poder) para conseguir la prosperidad económica y militar. Así, cuando Roma alcanzó la frontera del Rin y el Danubio tendió a pactar con algunos bárbaros para satisfacer las funciones que antes cumplía su propio ejército, pues percibió que la jerarquía se tornaba demasiado torpe por encima de cierto punto (problemas de incentivos, oportunismo e información). De forma similar, Persia prefirió cobrar tributo a las ciudades fenicias antes que anexionarlas políticamente, consciente de que era menos rentable administrar directamente desde Persépolis que dejar hacer a las instituciones políticas de aquellas urbes comerciales. Por otro lado, cuando para las ciudades mesopotámicas fue demasiado costoso cooperar entre sí para coordinar las infraestructuras hidráulicas a lo largo de los ríos Tigris y Éufrates (problemas de oportunismo y free-rider), aparecieron fuertes incentivos para formar imperios territoriales que gestionasen de forma centralizada toda la red de canalizaciones.

Bajo todos estos casos concretos, de "tiempo corto", subyace la misma ley: un Estado tiende a expandirse hasta que el coste de administración interno (es decir, de gobernar sobre sus propios súbditos y territorios) iguala el coste de transacción de pactar con unidades políticas externas (es decir, de cooperar con Estados ajenos, cuyo territorio y cuyos súbditos están fuera del dominio propio).

El aspecto más interesante de todo esto es, precismente, en qué consisten tales costes. Desgraciadamente, algunos de ellos son inmateriales, ideológicos, difíciles de cuantíficar (y en otros casos carecemos de los datos cuantificables); de lo contrario, con una simple operación matemática sería fácil saber hasta dónde se expandirá un determinado Estado en un determinado contexto. Pero eso rebasa los límites de este post.

martes, 28 de septiembre de 2010

Reflexiones sobre el papel de la ideología en la Historia (II)

Cualquier historiador sabe que los Estados no se sostienen únicamente por la fuerza, sino que necesitan un refuerzo ideológico. Un soberano impopular solo puede lograr sus objetivos mediante la coacción directa, pero esta tiene sus límites: quizá sus súbditos guarden las apariencias de lealtad, pero pueden restar eficacia a sus órdenes o desviarlas hacia propósitos diferentes.

Los historiadores modernos están bien familiarizados con la dificultad de las monarquías europeas durante los siglos XVI y XVII para someter a todos los peldaños de la jerarquía estatal, desde las instituciones representativas (Cortes, Parlamentos) hasta los funcionarios nobiliarios o los procuradores. Crear un aparato de este tipo es muy costoso, por la razón de que los súbditos no tienen motivos intrínsecos en conseguir los objetivos de su soberano. Las necesidades materiales de ambos pasan por caminos diferentes. Y ahí es donde comienza la ideología; dado que los súbditos no pueden ser incentivados en el plano material (o más bien, no lo suficiente), los incentivos para colaborar en el sistema deben construirse a partir de motivos ideológicos. La ideología, al dotar a los individuos de una perspectiva sobre lo bueno, lo justo, lo legítimo y lo sagrado, facilita la cooperación de los subordinados.

Una parte del coste de construir una ideología es inmaterial; está compuesta del ingenio y la creatividad de los gobernantes. Pero lo cierto es que mantener una ideología ha implicado, desde los primeros seres humanos, costes materiales muy importantes: templos y edificios públicos imponentes, estelas conmemorativas, frescos, ceremonias, rituales, oficinas de prensa y televisión, etc. Todo con el objetivo (declarado o no) de transmitir unos valores determinados a los súbditos, ofrecer una determinada imagen del soberano, infundir temor, etc.

Pero, como puede deducir el lector, el coste de promover una ideología no es independiente de la estructura del Estado (o incluso del no Estado). Los Estados más restrictivos y jerárquicos (a nivel político y económico) tienden a incurrir en mayores gastos para promover ideologías cooperativas entre sus súbditos que los Estados más abiertos e igualitarios (a nivel político y económico). Por ejemplo, el ceremonial de los monarcas mesopotámicos y egipcios es incomparablemente mayor que el de los magistrados griegos y romanos; y, sobre todo, el papel de los sacerdotes es mucho mayor en estas civilizaciones que entre griegos y romanos - donde, por lo general, no existía una casta sacerdotal a parte. Probablemente, la causa profunda de todo esto sea que la República romana y las democracias (u oligarquías moderadas) griegas tendían a repartir más poder entre los ciudadanos, al tiempo que estos tendían a ser más iguales entre sí, y frecuentemente eran propietarios de su medio de producción. En cambio, los campesinos mesopotámicos y egipcios solían depender de la administración palaciega, rara vez poseían tierras y nunca fueron jurídicamente iguales a los miembros de la aristocracia, por lo que tenían pocos motivos para comprometerse con los objetivos del Estado. Como apunta genialmente Mario Liverani en El Antiguo Oriente:

El campesino mesopotámico, oprimido por los incontrolables fenómenos naturales (inundaciones, sequías, salinización o langostas) y la insoportable administración central, necesita saber que se hace lo posible para que todo esté controlado y funcione con eficacia y justicia, en función del bien común, cuya hipóstasis es el dios de la ciudad. (...) El rey -ser humano cuyo papel podría ser ejercido, o por lo menos codiciado, por muchos otros seres humanos- necesita crear una imagen que le haga aparecer como fuerte, justo y capaz.


Creo que, a propósito de las dificultades de garantizar la cooperación de los súbditos, es útil el concepto económico de "coste de transacción". Ronald Coase (1937) acuñó este término para referirse, a nivel empresarial, al coste de obtener información sobre los proveedores, negociar el contrato y hacerlo cumplir, pero no sería difícil redefinirlo para darle utilidad en el estudio de la Historia. Todo gobernante debe informarse sobre sus súbditos (lealtad, capacidad, etc.), negociar sus mandatos y, sobre todo, hacerlos cumplir. La ideología sirve para atenuar los dos últimos pasos del coste de transacción: negociar y hacer cumplir (negotiate and enforce). Una buena imagen de este último paso podría ser el escriba egipcio inspeccionando los campos acompañado de varios guardias.

Tal y como hemos visto, el coste de transacción difiere según la estructura del Estado y, como consecuencia, también el coste de promover una ideología, que no es más que una inversión del soberano para reducir los dos últimos pasos del coste de transacción.

Pero si los costes son mayores en los sistemas más jerárquicos y desiguales a nivel político y económico, ¿por qué sobreviven? Naturalmente, porque, en determinadas circunstancias, son capaces de atenuar algunos costes por encima de lo que son capaces de hacer sistemas menos jerárquicos y desiguales . Sin embargo, esto lo dejamos para otro post.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Reflexiones sobre el papel de la ideología en la Historia


En cierto modo, la importancia de la ideología radica en que limita las acciones de los individuos, incentivándolos a actuar en función de los valores de sus contemporáneos para obtener algún tipo de recomensa (reconocimiento social, poder político, religioso o económico, etc.).

Creo que tiene cierta relación con el concepto de "path dependence", en el sentido de que una ideología nacida en condiciones remotas, si perdura, puede impedir que las instituciones de una determinada sociedad se modifiquen adecuadamente en función de las condiciones cambiantes del entorno. Tanto la ideología como el contexto (político, medioambiental, etc.) proporcionan los incentivos para el cambio social; de forma que si la ideología es lo suficientemente fuerte y conservadora como para superar los incentivos contextuales, las instituciones de esa sociedad tenderán a ser absorbidas por otras sociedades de ideología e instituciones mejor adaptadas.

Un buen ejemplo sería Esparta: sus instituciones habían sido creadas entre los siglos IX y VII a. C. para responder a la superioridad numérica de los pueblos sometidos (hilotas mesenios y laconios), pero fueron incapaces de reformarse conforme se evidenciaba la incapacidad demográfica de los espartanos para enfrentarse a sus enemigos externos. Así, el número de soldados fue decreciendo progresivamente hasta que, en época de la conquista romana, a penas quedaban unos cientos. Otros pueblos de ideología menos rígida hubieran sabido integrar políticamente a los pueblos conquistados, evitando la agitación interna y garantizándose un suministro regular de tributos y soldados (como hizo, p. ej., la propia Roma).

Vinculado con todo lo anterior, podría decirse que la ideología reduce o aumenta los costes del cambio social; e, igualmente, reduce o aumenta los costes de un sistema de gobierno determinado. Así, la ideología política de la Grecia clásica incrementaba los costes de cualquier forma de gobierno superior a la polis, de forma que (al menos durante gran parte de los siglos VI, V y IV a. C.), los aspirantes a formar un imperio solían enfrentarse con una coalición formada rápidamente para derribar al "tirano". Eso fue lo que le sucedió a Atenas frente a Esparta, en la Guerra del Peloponeso; a Esparta frente a Tebas, en la época inmediatamente posterior; y a los reinos macedonios y helenísticos frente a las distintas ligas que surgieron en los siglos IV, III y II a. C.

En el lado contrario, la ideología mesopotámica (milenios III-II a. C.) atenuaba los costes de la integración política. Apesar de que a comienzos del III milenio la ribera de los ríos Tigris y Éufrates estaba poblada por pequeñas ciudades-estado, los sumerios creían que la monarquía había sido entregada por los dioses al rey de Kish, de forma que, en cierto sentido, solo el monarca que gobernara sobre esta ciudad era legítimo propietario del país de Sumer (Baja Mesopotamia). La mitología pasaba por alto la realidad política fragmentada de aquella época, de modo que, cuando posteriormente los monarcas de las ciudades más poderosas trataron de extender su dominio sobre otras áreas, la ideología imperial ya contaba con muchas décadas (incluso siglos) de tradición, y había sido interiorizada por gran parte de la sociedad. El título honorífico de "rey de Kish" se convirtió en una forma de vincular la monarquía con los dioses que la habían hecho descender del cielo. [1]

Si todo esto es correcto, sería justo decir que la ideología juega un papel bastante más activo de lo que han creído los marxistas durante todo este tiempo. No se trata de un elemento pasivo de la "superestructura" que se limita a justificar la "infraestructura" económica: juega un papel relevante a la hora de modificar muchos aspectos de las instituciones de una sociedad.

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[1]: Esto no significa que los factores ideológicos fueran unívocos: la disparidad de dioses entre las distintas ciudades-estado también creó la impresión de que a cada dios debía corresponder un régimen político independiente. Existía una correspondencia entre el orden divino y el orden humano. De hecho, los conflictos entre ciudades-estado solían presentarse como guerras entre los dioses protectores de las mismas (de forma similar a lo que sucedía en Grecia, y que plasma muy bien Homero en la Ilíada).

miércoles, 4 de agosto de 2010

El feudalismo como orden espontáneo



Como decíamos en El individualismo metodológico, un error frecuente de los investigadores ha sido presentar como “fenómenos planificados” aquellos fenómenos que en realidad eran “fenómenos espontáneos”, atribuyendo a personajes y épocas concretas lo que solo había podido formarse por la acción de individuos anónimos que, persiguiendo sus propios fines, daban lugar a “cosas más grandiosas de lo que sus mentes en forma individual podían abarcar por completo” (Hayek, 1946).

Este es el caso, como hemos expuesto, del dinero, el derecho, el lenguaje, la escritura, el mercado, las ciudades o la religión.

Y el feudalismo no es una excepción. Durante mucho tiempo los institucionalistas han tratado de explicar su aparición a partir de Carlomagno (ss. VIII-IX); pero si bien este solidificó las instituciones feudales, su origen puede remontarse al Bajo Imperio Romano, incluso antes de su caída oficial en 476 d. C.

Como expusimos en La privatización del imperio romano, el agotamiento de la economía cláica de depredación, basada en la conquista territorial, el saqueo y la obtención masiva de esclavos; junto con la devaluación de la moneda; el control de precios; y la presión fiscal pusieron de relieve la ingobernabilidad de un Imperio excesivamente grande, con la consiguiente multiplicación de incursiones bárbaras, usurpaciones y golpes de Estado. De forma que, mientras el Estado era incapaz de garantizar protección y justicia a sus súbditos, exigía tributos cada vez mayores para restablecer el aparato burocrático y militar.

Dada la creciente inseguridad y presión fiscal, los pequeños campesinos y la plebe huida de las ciudades buscaron la protección de los hombres poderosos [1]. Surgieron así las clientelas y los patronazgos (patrocinium), que consistían en pactos entre individuos de distinta extracción social. A cambio de la supresión de sus deudas o impuestos, los campesinos entregaban prestaciones o propiedades de tierra a los patronos, con la esperanza de garantizarse seguridad y justicia.

Naturalmente, esto implicaba que los patronos tenían fuertes incentivos en proteger la propiedad de sus clientes frente a las agresiones de bárbaros, bandidos y agentes del Estado, de forma que aparecieron bandas militares privadas ligadas a los patronos (bucelarii), y las villas se fortificaron cada vez más. Nacía, lenta pero inexorablemente, el señorío feudal.

A estas instituciones, desarrolladas espontáneamente en el interior del Imperio romano, vendría a sumarse la influencia de los invasores bárbaros, especialmente a partir del siglo V: el patronazgo se mezcló con el comitatus, una institución germánica que implicaba la subordinación de los guerreros libres a un caudillo, a cambio de protección y botín.

A la relación de clientela entre campesinos y patronos se sumaba, por tanto, la dependencia jerárquica entre guerreros y caudillos, y el sincretismo de ambos fenómenos daría lugar al contrato de vasallaje tal y como aparece en Plena Edad Media.

Este contrato consistía, de hecho, en un intercambio de servicios entre señores y vasallos con el fin de saciar sus respectivas carencias (y aprovechar sus respectivas oportunidades) en ausencia de un Estado centralizado. Las redes de vasallaje recorrían toda la estructura social, formando una pirámide de subordinados culminada en el rey, que ayudaba a dotar de estabilidad a la sociedad medieval.

Este intercambio implicaba, por parte del vasallo, la promesa de ofrecer ayuda material y espiritual [2] a su señor en el momento que este lo requiriese; por parte del señor, suponía la obligación de proteger al vasallo frente a agresiones externas, así como de dotarlo de medios de subsistencia. Estos solían materializarse en concesiones de feudos o beneficios, y tenían por objeto tanto facilitar al vasallo que cumpliera con su deber militar (liberándolo del trabajo) como garantizar el cumplimiento del contrato a largo plazo, tomando el papel de fianza (el señor podía recuperar sus feudos si el vasallo no cumplía con su parte) y reduciendo el coste de transacción.

Este contrato se representaba simbólicamente en la ceremonia de homenaje, sancionada más tarde por la Iglesia, en la que el vasallo, arrodillado, colocaba sus manos juntas entre las de su señor: con ello el primero prometía obediencia y, el segundo, protección.

En un principio, no puede hablarse de un estamento noble con funciones guerreras (bellatores): todo aquel que poseía tiempo y recursos suficientes para costearse equipo y entrenamiento de caballero era, de hecho, un caballero. Pero la aparición del estribo, importado de Oriente, daría lugar a importantes transformaciones sociales: en los ejércitos, el peso relativo de la caballería aumentaría, gracias a su incrementada fuerza de choque, y las fuerzas de infantería, compuestas por profesionales o ciudadanos-soldado, caerían en desuso. La posibilidad de juramentos mutuos entre los campesinos para la defensa de sus aldeas, o la competencia entre caballeros para captar vasallos y servidores (como de hecho, sucedió en varias regiones localizadas) se vio truncada: existían importantes economíaas de escala en la provisión de defensa, y la necesidad de extensas áreas cultivadas para sufragar el equipo y entrenamiento de caballero presionaron fuertemente sobre los recursos de la Europa medieval [3].

La Iglesia, que tras el Edicto de Tesalónica (380) había alcanzado la cúspide de la sociedad romana, tomó una posición ambigua en un primer momento: justificadora espiritual de los ricos, asistía materialmente a los pobres, y frecuentemente compitió con los propios señores, ofreciendo mejores condiciones a los campesinos y sirviéndoles ley y justicia en términos menos opresivos [4].

Sin embargo, su posición como principal terranteniente de la Europa medieval la colocó rápidamente al servicio de la nobleza: consciente de su prestigio religioso y cultural –era depositaria de la tradición romana-, atrajo a los guerreros germanos y cristianizó sus ritos, dotándolos de la legitimidad necesaria para gobernar a súbditos cristianos y romanos. [5]

De forma que, en definitiva, como dije en La privatización del Imperio romano:

“El sistema social que surgió de aquella época turbulenta no fue diseñado conscientemente por sus actores, sino que estos, movidos por su propio interés, de forma separada y con el objetivo de saciar las necesidades de seguridad, paz o sustento que previamente había asegurado el Imperio, crearon de forma espontánea unos mecanismos que darían lugar a un orden completamente nuevo (…)”.

La presión sobre los recursos garantizaba una guerra casi permanente (eso sí, a escala local) y, a tenor de esto, los monarcas pudieron reforzar eventualmente su papel como vértice de la pirámide, coordinando los recursos productivos para dedicarlos a empresas bélicas.

Así nacieron personajes como Carlomagno; pero no será hasta la alianza de estos monarcas con la burguesía (tras la revolución urbana, a partir del siglo XI) cuando podrán centralizar el gobierno del Estado y terminar definitivamente con el feudalismo. Pero esto dependerá, naturalmente, del papel que tome la monarquía hacia la nueva clase social: si la respalda, como en Francia, obtendrá una ventaja crucial sobre la nobleza; si, en cambio, desaprovecha su oportunidad, los nobles ganarán un flujo permanente de recursos para consolidar su posición frente a la monarquíaa central, como sucedió en el Sacro Imperio (véase La guerra de los Treinta Años).

Llegados a este punto, la espontaneidad del feudalismo se funde con la acción consciente de los monarcas.

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[1]: Especialmente oligarcas locales y provinciales (decuriones); senadores; altos oficiales del ejército y obispos. En mayor o menor medida, toda la clase dirigente romana participó de la disolución del imperio.

[2]: Nótese que prometer ayuda material y espiritual (auxilium y consilium) es, de hecho, prometer todo lo que una persona puede ofrecer: su fuerza física y riquezas, por un lado; y su experiencia y sabiduría, por el otro. En teoría, el vasallo estataba completamente subordinado a su señor, pero de hecho existían importantes limitaciones consuetudinarias.

[3]: Durante el Bronce Tardío, en Oriente Próximo, tuvo lugar un fenómeno similar: la aparición del carro de guerra eclipsó los ejércitos populares de infantería, y en el plano social supuso el auge de una aristocracia guerrera en detrimento de la masa campesina. En cambio, donde no existían economíaas de escala por motivos tecnológicos: por ejemplo, en la “Edad oscura” griega (ss. XI-IX a. C.) o la II Edad del Hierro celta (ss. V-I a. C.), los ejércitos se componían de mesnadas tribales, donde el papel de los caudillos era infinitamente menos opresivo. Cuando se disuelve el Estado central (en este caso romano) que financia los ejércitos profesionales de infantería, lo usual es que esta tarea sea asumida por el común de la población a una escala local, a menos que factores tecnológicos operen en sentido contrario.

[4]: De hecho, muchos campesinos libres preferirían adscribirse a las propiedades de sus diócesis antes que permanecer al amparo de los señores laicos.

[5]: Sobre este asunto, es interesante cómo los monarcas germanos, que en principio eran electos y estaban sometidos a las asambleas de guerreros, tendieron a aliarse con la Iglesia para disminuir el poder de las instituciones tribales, haciendo proceder su poder de Dios y no del pueblo sobre el que gobernaban (véase Pipino el Breve para el caso de los francos).

domingo, 4 de julio de 2010

El individualismo metodológico


"Se parte del hombre que realmente actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida." - Karl Marx.



El individualismo metodológco ha sido objeto de numerosas malinterpretaciones, posiblemente debido a que sus críticos atribuyen significados diferentes al término "individualismo". En ocasiones se le considera como el estudio restringido de los comportamientos individuales, anecdóticos, en detrimento de las estructuras sociales; y en otras se le confunde con el estudio biográfico de los grandes personajes, en contraste con la masa anónima de hombres y mujeres que componen la Historia.

Pero la pretensión del individualismo metodológico es mucho más amplia: trata de descomponer los fenómenos sociales en sus elementos más simples, con el objetivo de trazar, a partir de ellos, las relaciones causales que dan lugar a fenómenos de mayor alcance (Menger, 1883). Considera que solo a partir del estudio de los individuos y de sus acciones concretas se puede reconstruir el origen y la evolución de las instituciones humanas.

Los entes colectivos no existen en la realidad empírica y, por lo tanto, no pueden estudiarse directamente de ningún modo -y desde esta perspectiva, el holismo o colectivismo metodológico no es una opción. Su formación y existencia solo pueden entenderse a partir de acciones individuales y, sobre todo, al significado que los individuos atribuyen a sus propias acciones. Sirviéndonos de una analogía, podríamos decir que un verdugo no es El Estado, del mismo modo que una masa de trabajadores no es El proletariado; sino que es el significado que a la ejecución y a la huelga atribuyen sus autores y los por ella afectados lo que determina la condición de la misma (Mises, 1949).

Una crítica persistente al individualismo metodológico sostiene que la sociedad antecede lógica y cronológicamente al individuo y que, por lo tanto, todos los atributos de este (personalidad, valores, ideología) solo pueden entenderse dentro de su contexto social.
A esta cuestión existen tres objeciones interesantes:

1. En primer lugar, la controversia sobre la prioridad lógica de la sociedad sobre el individuo carece de sentido: la noción de todo y la noción de parte son correlativas; y ambas, como conceptos lógicos, quedan fuera del espacio y el tiempo (Ibídem).

2. Desde una perspectiva biológica, son los genes ("almacenados" a nivel individual) quienes existen en primer lugar, y solo más tarde se asocian para formar organismos más complejos con el objetivo de sobrevivir y favorecer su reproducción. En estos términos, la sociedad puede explicarse como resultado de la selección natural de aquellos individuos cuyos genes eran más propensos a la cooperación (véase Kropotkin, El apoyo mutuo).

3. Por último, la Historia y la antropología respaldan el argumento biológico. Las sociedades cazadoras-recolectoras estaban formadas, en un primer momento, por unidades familiares que se desplazaban a lo largo del territorio para explotar recursos dispersos (vegetales, pequeños herbívoros), y que solo estacionalmente se reunían en unidades más grandes para aprovechar las "economías de escala" (p. ej. en el almacenamiento, la caza de grandes herbívoros, etc.). Estas unidades familiares/individuales de cazadores-recolectores solo se integraron en organizaciones más grandes cuando percibieron que podían obtener ventajas de ello: por ejemplo, cuando la intensificación económica y la aparición de la agricultura hicieron rentable la defensa permanente del territorio (en relación a épocas anteriores, cuando era más rentable la huida hacia otros espacios de caza o recolección), o cuando la necesidad de infraestructuras como canales o acequias requería de la cooperación con otras familias o individuos. En todos estos casos, la ventaja derivada de la cooperación incentivó la cooperación, pero esta tuvo su origen en un cúmulo de decisiones individuales que trataban de satisfacer intereses individuales.

La perspectiva holista o colectivista, por su parte, cae en un juego estéril al analizar los fenómenos sociales de "arriba a abajo", desde la colectividad hasta el individuo, explicando las acciones de este último como determinadas por el contexto histórico o las circunstancias sociales.

El todo (la sociedad) actúa por medio de sus partes (los individuos), por lo que es tautológico explicar el comportamiento de estas últimas a partir de sus propias acciones. Por el contrario, una teoría científica de la sociedad debería enfatizar el modo en que unas partes influyen intencionadamente sobre otras (por medio, por ejemplo, de la legislación positiva, el acuerdo, el conflicto, etc.), y en cómo la acción de algunas partes, persiguiendo sus propios fines, genera consecuencias no intencionadas en las demás (y, por lo tanto, en el todo). Son estos fenómenos los que Carl Menger definió como "resultados no intencionados de actividades dirigidas a alcanzar fines esencialmente individuales" (Menger, 1883) y que Hayek resumió en el concepto de "orden espontáneo" (Hayek, 1973).



Fenómenos espontáneos y fenómenos planificados



El modo más fácil de explicar cualquier fenómeno social consiste en remontar sus causas a un acuerdo entre los individuos implicados. Así, en los siglos XVII y XVIII, Locke y Rousseau trataron de explicar el origen del Estado a partir de un contrato social que ataba a todos los individuos entre sí; e incluso en la actualidad persiste la creencia de que muchos fenómenos sociales como la escritura, el derecho, la moral o el dinero son producto de una "convención social" similar.

Sin embargo, existen fenómenos que no son producto de un acuerdo o un plan consciente de los individuos implicados, sino que son "resultado no intencionado del desarrollo histórico" (y de hecho, los citados fenómenos de la escritura, el derecho o el dinero pertenecen a esta categoría). En este caso, la acción de los individuos, que colaboran entre sí para perseguir sus propios fines, repercute de forma no intencionada en el conjunto de la sociedad, creando "cosas más grandiosas de lo que sus mentes en forma individual pueden llegar a abarcar por completo (Hayek, 1946).

De modo que, en el campo de las ciencias sociales, encontramos dos tipos de fenómenos:
Por un lado, los que son producto de un plan consciente de los individuos dirigido a obtener un fin concreto (a través del acuerdo, la convención, el conflicto o la legislación), que por este motivo llamaremos fenómenos planificados; y, por otro, los que son producto de la acción de los individuos que, en busca de sus propios fines, generan consecuencias no previstas en el conjunto de la sociedad, que por este motivo llamaremos fenómenos espontáneos.

Ejemplos de fenómenos planificados son la formación de una empresa (p. ej. la Compañía holandesa de las Indias Orientales); el culto imperial romano; la administración económica de las ciudades-templo mesopotámicas o los decretos de un monarca absoluto. Por el contrario, fenómenos espontáneos son la interacción de comerciantes, campesinos y artesanos en el mercado; la aparición del dinero; las religiones griega, celta o germánica (que, a pesar de contar con sacerdotes "planificadores", se remontaban a explicaciones parciales de la gente común, que trataba de comprender el mundo con los medios de que disponía); o el derecho consuetudinario (desde las sencillas normas orales de los cazadores-recolectores, hasta el código de Hammurabi, la ley de las XII tablas [1] o el derecho mercantil medieval).

Esto no excluye, naturalmente, la existencia de multitud de fenómenos intermedios: por ejemplo, la religión cristiana es un híbrido entre la planificación de Jesús de Nazaret, que tomó de forma consciente elementos judíos (esenios, fariseos, etc.) y de otras religiones orientales para formar su propia doctrina; con la acción espontánea de multitud de pensadores (Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, etc.) que, para favorecer la extensión del cristianismo o saciar sus inquietudes intelectuales, incorporaron elementos de la cultura grecolatina o derivaron conclusiones nuevas del mensaje cristiano. Igualmente, la aparición de la escritura se explica tanto por la acción espontánea de los funcionarios mesopotámicos y egipcios, deseosos de racionalizar la administración de la economía palacial y del comercio interestatal; como por la planificación central de sus propios Estados a la hora de estandarizar y enseñar un único modo de escritura. Incluso la economía de mercado es, generalmente, resultado tanto de la acción espontánea de productores y consumidores como de la intervención estatal, que modifica el curso natural de esa actuación espontánea (p. ej. modificando el tamaño de la empresa, los tipos de interés, los salarios, etc.). El científico social debe discernir muy bien entre las dos clases de fenómenos, tanto para abordarlos de manera distinta como para estudiar su influencia recíproca.

Como apunta Carl Menger en El método de las ciencias sociales, para abordar los fenómenos planificados debemos indagar

el fin que guía en el caso concreto a las asociaciones o a sus dirigentes en la creación y en el desarrollo de estos mismos fenómenos sociales, los obstáculos con que han tropezado en su creación o desarrollo, y el modo en que los medios disponibles se han empleado a tal efecto. Cumpliremos esta tarea de manera tanto más completa cuanto, por una parte, mejor indagemos los objetivos últimos de los sujetos activos y los medios originarios con que contaban, y, por otra, cuanto mejor comprendamos los fenómenos sociales que tienen un origen pragmático como anillos de una cadena de normas para la realización de este objetivo (Menger, 1883).

En breve, la clave está en los fines de los individuos; los medios que emplean para alcanzarlos y la relación causal (si la hay) entre ambos, tal y como ya apuntamos en Los juicios históricos: medios y fines.

Para abordar los fenómenos espontáneos, en cambio, debemos estudiar el modo en que los individuos, cooperando entre sí para alcanzar sus fines estrechos, dan lugar a fenómenos más complejos que no estaban entre sus primeras intenciones, y que probablemente ni siquiera habían imaginado (p. ej. es el caso del lenguaje, la escritura o el dinero). En este caso, la clave está en el modo en que la acción de unos individuos influye sobre otros, y en el modo en que esas acciones van ampliando su radio de influencia hasta repercutir en toda la sociedad.


Apéndice: el origen espontáneo del dinero


Sin extenderme demasiado, quería concluir el artículo explicando el origen espontáneo del dinero como paradigma de todo lo dicho -aunque posiblemente añada otros ejemplos, como el origen de la escritura o el feudalismo.

Para que un individuo consiga realizar un intercambio en el contexto de una economía de trueque, debe encontrar otra parte que desee las mercancías que él posee y, a la vez, que posea las mercancías de que él carece. Si un orfebre de la Edad de Bronce lleva un torques al mercado, no solo necesita alguien que requiera ese elemento de adorno, sino que también debe poseer aquello de que el artesano carece (p. ej., grano). Naturalmente, este sistema restringía los intercambios a límites muy estrechos.

Así, los individuos aprendieron pronto que podían aumentar sus posibilidades de intercambio si, en lugar de trocar sus mercancías por aquellas que necesitaban directamente -lo cual era realmente difícil-, lo hacían por otras que eran más vendibles; es decir, que estaban más solicitadas por el común de la sociedad, y que además eran fácilmente transportables, divisibles y duraderas. A través de estas mercancías podrían obtener más fácilmente los bienes que necesitaban.

Según condiciones de tiempo y lugar, la mercancía elegida como dinero por el mercado ha ido variando; así, en la Edad de Bronce europea se empleaban hachas de combate y reses; en los pueblos nómadas de la estepa se aceptaban caballos; y en el Mediterráneo oriental se empleaban objetos de cobre (incluso en forma de lingotes) como medio de pago generalmente aceptado.

En nuestro ejemplo, el artesano podría trocar su torques, escasamente solicitado, por hachas de combate o reses, que son más solicitadas por sus compatriotas y a cambio de los cuales tiene más posibilidades de obtener la mercancía que desea: grano.

En definitiva, el interés individual de los actores económicos, que trataban de colocar sus mercancías de la forma más rápida y cómoda, dio como resultado la aparición de un medio de intercambio que promovió el bienestar social de un modo más cumplido que si hubiera sido diseñado deliberadamente. La comprensión correcta de este fenómeno, probablemente, ayude a la comprensión de otras muchas instituciones sociales.

(La teoría explicativa sobre el origen del dinero ha sido extraído de Carl Menger, Principios de economía política y El método de las ciencias sociales. Los ejemplos históricos son de mi única responsabilidad).

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[1]: El código de Hammurabi y la ley de las XII tablas, a pesar de ser redactadas respectivamente por un gobernante de Babilonia (Hammurabi) y por magistrados romanos (decemviri), en realidad recopilan un derecho consuetudinario anterior, limitándose a reconocerlo y sin añadir prácticamente nada.